Phil Thomas de 56 años tiene un corazón demasiado grande para seguir andado. Requiere un trasplante lo antes posible o no podrá llegar a la siguiente primavera y conocer a su primer nieto.
Su doctora, la extraordinaria cardióloga Diana Stevens lo ha anotado en una lista de compatibilidades y solo resta esperar los 14 meses y 7 días que tardó un timbre en la madrugada que lo despierta para decirle que su nuevo corazón viene cruzando el país en un avión y que lo operarán en 16 horas como máximo.
La Dra. Stevens prepara todo, coordina un equipo de más de 15 personas y recibe el nuevo corazón como quién recibe un paquete de Amazon. Lo mira, trata al órgano con cierta rudeza y finalmente exclama…”es perfecto, bellísimo” (a fuerza de ser honesto en la TV se veía como un pedazo de vaca con venas por doquier).
Inicia la faena: pinchar con agujas, rasgar la piel, disolver algo de grasa, romper costillas y el momento cumbre, sacar el corazón enfermo. Esto implica literalmente, dejar a un ser humano sin latido y con la espeluznante cavidad marrón en el pecho, rodeada de gasas, instrumentos de medición, manos de cirujanos, mangueras.
No importa cuán acostumbrados estemos a estas hazañas cotidianas, siempre me parecerá un acto casi milagroso el ver a un hombre vivo sin corazón y más aún con el corazón de alguien más. El clímax del tema llega cuando por fin conectan cada pieza y la “echan a andar”.
El ver la cara del equipo de cirujanos con ojos desorbitados apenas saliendo de un cubrebocas y con la respiración contenida y la mirada fija en los monitores que de a poco empiezan a emitir un ligero beep y alcanza un ritmo, es un momento que solo algunos elegidos pueden soportar.
Así que al apagar esa noche la televisión reflexioné sobre los verdaderos momentos de estrés en nuestra profesión como organizadores de eventos. Mi reflexión nunca trató de comparar ni de lejos ambas profesiones, al contrario, me trataba de dar perspectiva.
Cualquier organizador de eventos ha sentido el sudor frío que provoca un proyector que no enciende o se apaga a la mitad de una ponencia, la terrible ansiedad de un evento fallido, un accidente que pone de cabeza a toda la organización, retrasos de transportaciones que nos moverán el resto de una agenda o todo un clásico, un micrófono intermitente que se niega a trabajar en horario corrido.
No importa cuanto lleves en este negocio, ya te habrá pasado y si no, te va a pasar, te lo apuesto. Conozco colegas que han terminado en el hospital por el estrés de un evento fuera de control.
Una vez recuerdo haber tenido que recurrir a rezar para que el suministro eléctrico de un evento no fallara bajo la lluvia (siento decirles que Dios estaba más ocupado y no lo culpo).
Por supuesto, las satisfacciones de los eventos exitosos es lo que nos tiene en este alambre de emoción, sin embargo, creo que debemos de tener una sana perspectiva de que nadie jamás ha muerto o morirá porque un foco deje de encender o porque en pleno Supertazón (la meca de los eventos) se vaya la luz.
Así que no quisiera que se interpretara este ensayo como un justificante a la mediocridad, siempre trabajaré, y sé que muchos colegas igual, por hacer eventos perfectos, donde se demuestre que somos unos profesionales y no dejará de molestarnos hasta el tuétano, algún inconveniente.
Sin embargo, me he hecho la promesa a mí mismo de que cada vez que un evento nos ponga en aquellas situaciones extremas, habrá que respirar profundo atender y resolver el problema de inmediato con lucidez y ejecución.
Y en medio de este momento de alto estrés, tener un segundo para recordar que en ese preciso momento hay un cirujano en alguna parte del mundo con una persona acostada, con el pecho abierto frente a él y eso, siempre será más importante.
T: @GerardoMatienzo, gmatienzo@btcamericas.com